lunes, 7 de marzo de 2011

Por el café que le debo, Sr. Boneiro.




Uno de los personajes de la novela decidió vivir en un viejo cuchitril de Conil. Poco a poco todos se comenzaban a escapar.

Las casas de paredes blancas al borde del mar del Sur albergaban en invierno el frío viento que las golpeaba con las olas.
A las diez y cuarto de aquella noche, Jack, entró por la vieja y descolgada puerta del local que presumía de tener el único cartel de neón de todo el pueblo.
Se dirigió hacia una mesa en la que una Madame rodeada de cuatro señoritas bebía una copa de cognac y fumaba un Habano. Pagó por su placer.
Brigitte tenía la piel suave, la recorrió con su mano, y en su cadera izquierda el tatuaje de una rosa como las que él recordaba de sus viajes a París.
Jack comprendió que había perdido cualquier capacidad para enamorar a una mujer.
Cuando salió por la puerta de nuevo se puso su sombrero y caminó la calle entera hacia la playa como si de un autómata se tratase.
Conil brillaba apagado por el helador viento y la lluvia torrencial de febrero. Al llegar a la estación de autobús compró un ticket de vuelta a Madrid.
En su maleta sólo cargaba la ración de vacío que le hacía vagar por las vías de alquitrán. 



"Cada cual buscaba su revolución con su linternita"
(Luis Buñuel)

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